«Melodrama is everywhere. And it’s not ever going away» Guy Maddin
(From the Atelier Tovar: Selected Writings. Coach House Press, 2003, p. 76)
(From the Atelier Tovar: Selected Writings. Coach House Press, 2003, p. 76)
Un problema muy delicado es la indescifrable escala de nuestra mirada
contemporánea, capaz de deglutir con absoluta naturalidad las
escenas de acción más atronadoras, de emocionarse con melindres o
de excitarse con el sexo más desagradable, mientras denuncia el
exceso gestual y el frenesí del silente. En contra de la deducción
que muchos han realizado de esa virtud hipermoderna para asimilar
imágenes y velocidades, ser incapaces de apreciar las diferentes
intensidades de un filme mudo, nos deja muy lejos de esa máquina
incansable de procesamiento icónico en la que dicen nos hemos
convertido. En lo único que sí parecemos maestros es en afrontar
estímulos redundantes y saturados.
I.
Love among the ruins
Es
un hecho difícil de rebatir que en Hollywood —durante la década
de los veinte— se realizaron algunos de los melodramas más
adultos, intemporales y refinados de la historia del cine. En aquel
tiempo y lugar se desarrolló un ecosistema donde el melodrama
evolucionaría hasta convertirse en el gran género de la década y,
apurando, de toda la etapa silente. Cualquiera puede trazar su propia
genealogía, la aquí utilizada intenta avenir representatividad,
pura emoción personal y la presencia de una serie de constantes
estéticas. La reducción es peligrosa, pero el quinteto seleccionado
ofrece una importancia histórica evidente, al margen de intentar
transmitir y compartir ese entusiasmo. El melodrama será defendido a
través de estas cinco películas: Isn’t life wonderful (D.W.
Griffith, 1924), Amanecer (Sunrise, F.W. Murnau, 1927), Y
el mundo marcha (The Crowd. King Vidor, 1928), Soledad
(Lonesome, Paul Fejos, 1928) y Estrellas dichosas (Lucky Star,
Frank Borzage, 1929).
Soledad, Paul Fejos. |
II.
La puerta del infierno
Hay
un hermoso comentario de Gérard Macé sobre aquellos personajes de
los dramas silentes. Por desgracia, la hermosura no siempre conlleva
veracidad: "Los personajes del cine mudo parecen pertenecer a
una humanidad desaparecida, para quienes la emoción tenía más
importancia que el lenguaje. Una humanidad que era incapaz de amar
sin gesticular y llorar y apretarse las manos, que gesticulaba con
ojos furibundos y moría con grandes gestos, como si tratara de
cerrar la puerta del infierno".
A
partir de esa idea romántica del silente hemos construido muchas de
nuestras apreciaciones sobre las situaciones melodramáticas y sobre
el modo de interpretación de los actores. Imposible compartir la
cita si en nuestra cabeza tenemos la imagen de Janet Gaynor dirigida
por Murnau o Borzage, o la de Carol Dempster bajo las órdenes de
Griffith. Recordar a Dempster colocándose unos algodones en los
carrillos mientras ensaya una sonrisa para que su esposo enfermo no
deduzca lo hambriento de su delgadez, resuelve la discusión. Lo
mismo que sucede con los varones: Charles Farrell en Estrellas
dichosas ya no es el chico incontenible de El séptimo cielo,
sino una especie de Pigmalión rural y postrado. James Murray en Y
el mundo marcha pasa por todos los estados de ánimo posibles sin
mayor desproporción, igual que George O’Brien y sus botas de plomo
en Amanecer.
Asumimos
de manera equivocada que la ausencia de palabra audible empujaba sin
remedio a un modelo de actuación basado en la sobregesticulación.
Olvidando el elegancia alcanzada por el arte de la pantomima durante
aquellos años. Los veinte ya no era tiempo para divas y vampiresas
arrebatadas. La sombra de ojos abisal de Theda Bara, comienza a
diluirse rostro abajo en el límite de 1919. De hecho el icono
definitivo de la década sería la languidez lechosa (gracias,
William Daniels) de Greta Garbo, muy por encima de la inocencia de
Lillian Gish o de Gloria Swanson descocada. A su vez, el galán
masculino encuentra tipos elaborados y profundos en una escala que se
extiende entre dos polos: la finura de Valentino y el ímpetu de John
Gilbert.
Frente
al cliché de la exaltación sentimental, en estas películas
hallamos un surtido impagable de emociones moduladas, mezcladas y
atemperadas. La manera en la que se desenvuelven los personajes
durante el planteamiento y la resolución de las situaciones,
responde a una calculada gradación dramática. Esa perfección
podría sintetizarse con un intertítulo de El séptimo cielo
donde Janet Gaynor confiesa: “No estoy acostumbrada a ser feliz.
Es divertido… duele”.
Una
de las razones por las que estos melodramas habitan la excelencia, es
porque nunca escuchamos decir “I love you”. De llegar al
momento crítico de la declaración amorosa, se suele optar por
enfocar al personaje vocalizando la frase. En ocasiones ni siquiera
se recurre a la sequedad funcional de los intertítulos. Estos pueden
ser utilizados para lo contrario, para enfriar la pasión hasta
abjurar del concepto mismo de melodrama, como hace Griffith al
comienzo de Flor que renace. Clamaba la protagonista (Vilma
Bánky) de Flor del desierto (The Winning of Barbara Worth,
Henry King, 1926) que en aquel secarral inhóspito uno no aprendía a
decir te quiero, sino a demostrarlo; cambien desierto por cine mudo y
la ecuación sigue funcionando.
Llegaría
el sonoro y el lenguaje se convertiría en una dura exigencia para no
devaluar los sentimientos. Sólo los grandes guionistas lograrían
réplicas alejadas de la cursilería casi inevitable de según qué
escenarios.
Y el mundo marcha, King Vidor. |
III.
The sound of music
Avisaba
Douglas Sirk a Jon Halliday que en el cine había movimiento y por
tanto emoción. También que para hablar del melodrama era necesario
tener en cuenta algo tan básico como la etimología: música +
drama. En los casos que nos ocupan la música es parte fundamental.
Lo es no por la partitura de acompañamiento, sino por el uso interno
de la misma. Las melodías ejercen de nudo o resolución argumental
y, sobre todo, de elemento de unión entre personajes.
En
Amanecer la reconciliación sigue el ritmo del baile de la
feria. En Isn’t life wonderful la familia baila y canta para
celebrar que al fin pudieron comer algo que no fueran nabos. Además,
a través de la música recuperan la identidad polaca dañada en su
éxodo a Berlín. En Flor que renace, el propio Griffith
empelará la cajita de música contenida en el libro de Bessie con
idéntico fin al que veremos en los siguientes ejemplos.
En
Estrellas dichosas, Mary Tucker guarda la esperanza de
reencontrarse con Timothy viendo como gira un viejo fonógrafo. Uno
de esos cacharros a los que el muchacho trata de dar una segunda
vida. En Y el mundo marcha, John evita la ruptura definitiva
con Mary gracias a un vinilo de Johny Marvin con la canción There’s
everything nice about you, la misma tonada que se ha pasado toda
la película destrozando con su ukelele. Y en Soledad, un
nuevo tocadiscos emite música a la que no le importará el tabique
que separa a los amantes fugaces. Incapaces de verse, se reencuentran
merced a otro disco titulado Always. La música necesita
chocar contra esa pared para vibrar y sonar, una suerte de tímpano
simbólico.
IV.
Happy End
Las
cinco películas cuentan con un final feliz inequívoco y rotundo, lo
cual no implica que sean ni puritanas, ni condescendientes con el
espectador ni que pierdan fuerza o capacidad crítica. El final es un
punto más del trayecto y hace reconsiderar los procesos que han
mediado. Las penurias y los desencuentros: el adulterio e intento de
asesinato en Amanecer, la enfermedad, la hambruna y el asalto
sufrido por la pareja de Isn’t life wonderful, el accidente
militar de Timothy y la posterior oposición a su relación con la
asilvestrada Mary en Estrellas dichosas, la muerte de su hija
y la pérdida del trabajo de John en Y el mundo marcha, y la
separación accidental de los dos jóvenes en Soledad. Todos
desembocan en finales amables, pero también justos.
Amanecer, F.W. Murnau. |
Son
clausuras merecidas por personajes de clase social media-baja pero
nada ajenos a la poesía. Como reconoce el protagonista (Glenn Tryon)
de Soledad, quién le iba a decir que él, un simple obrero,
“podría hablar de amor”. Otros más ricos y poderosos
como El príncipe estudiante (Ernst Lubitsch, 1927) no
tuvieron la misma suerte, aunque el resto de la gente pensara que ser
rey tenía que ser maravilloso.
Refugiados,
campesinos, tullidos y trabajadores alienados por mastodontes
urbanos. El happy end les pertence.
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