lunes, 31 de enero de 2011

VIVIR RODANDO de Tom Dicillo (1995)


El cine dentro del cine es una propuesta argumental que ha atraído a numerosos directores y a otros tantos espectadores, que observan con curiosidad la construcción de una película y los entresijos de un rodaje (por más que se trate de una ficción). Es una forma directa y transparente de referirse a la propia naturaleza del medio, un camino que no ha dejado de explorarse desde el día en que a Buster Keaton se le ocurrió entrar dentro de una pantalla de cine en El Moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr. , Buster Keaton, 1924) y que alcanzó una de sus cumbres cuando, en Irma Vep (Oliver Assayas, 1996) se nos planteó la posibilidad de volver a filmar, de resucitar, unas imágenes con casi un siglo de historia a las puertas del nuevo milenio.

Las intenciones de Tom DiCillo en su segunda película tenían, quizás, una naturaleza más terrenal: eran la simple plasmación de la angustia que había experimentado durante el rodaje de Johnny Suede (1991). El esfuerzo, el tesón, que se necesita para sacar adelante un proyecto, para rodar un simple plano, y la fragilidad de un andamiaje que se tambalea a voluntad de las leyes del caos. Para ello adopta una tonalidad cómica que acabará por convertirse en su sello autoral, con momentos colindantes con el absurdo o incluso lo puramente desquiciado (no en vano gran parte del metraje corresponde a los sueños/pesadillas de diversos personajes), aunque sin llegar a la brutal negritud de su contemporánea Guns on the Clackamas: A Documentary (Bill Plympton, 1995). Tomando como protagonistas al director de una película independiente (Steve Buscemi, quien también se ha colocado detrás de la cámara en alguna ocasión) y su actriz protagonista (Catherine Keener, actriz fetiche de DiCillo), rodeados de una variopinta fauna humana en la que destaca el director de fotografía encarnado por Dermot Mulroney, apodado, por algún motivo que se escapa a nuestro conocimiento y comprensión, Lobo. Bombillas que estallan, actores que olvidan sus líneas, sonidos que se filtran desde el exterior, micros que entran en cámara... Pequeños accidentes que, aisladamente, no serían gran cosa, pero que al encadenarse conforman una autentica catástrofe capaz de minar los nervios, la moral y la confianza de todo un equipo, una familia creativa que casi parece una versión en negativo del dream team de Cassavettes, cuyos vínculos quedan en entredicho, porque cada uno de sus miembros acaba preocupándose por sus intereses.



Pero DiCillo no es, en el fondo, tan fiero, y Vivir Rodando es, también, un canto de amor a la independencia, a una forma de hacer cine guerrillera, amenazada por la sombra de un Hollywood siempre intrusivo, representado por la figura del actor gilipollas interpretado por James LeGros, que acaba abandonando el rodaje inconsciente tras recibir una soberana (y merecida) paliza. Un instante de euforia indie imposible de producirse hoy en día, ya que coincidió temporalmente con la bonanza creativa y comercial de una generación que incluso llegó a ganar premios de la Academia, y que ahora se ha disuelto en un olvido que ha afectado, y de qué manera, a la distribución y repercusión de los últimos trabajos de cineastas como Hal Hartley o el propio DiCillo, pero que, pese a todo, continúan realizando películas con la misma obstinación de siempre, con mayor o menor fortuna en los resultados, agradeciendo cada plano útil, cada jornada de rodaje que termina sin accidentes, y saboreando satisfecho los silencios durante los cuales el técnico de sonido graba un wild track como pequeños paréntesis de calma y reposo en su lucha diaria. Un conjunto de sensaciones que, en el fondo, une todas las películas, las buenas y también las malas.

Gerard Casau

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