martes, 24 de julio de 2012

Las yeguas; sobre la figura de la femme fatale en el cine.

Ava Gardner

Basta tomarse un poco de tiempo para consultar un diccionario o una buena historia del cine para verificar que el cine ha sido desde sus inicios una cosa de machos. El sillón del director dice Spielberg, Fellini, Eastwood, Hawks, Ford. La mujer es lo que falta, la ausencia, la anomalía. Para filmar, se creía, había que ser hombre, ya que una cámara penetra el mundo, y ese verbo viril es, aparentemente, propiedad y soberanía de los hombres.

Como en otras disciplinas, y allí está casi toda la historia oficial de la filosofía para constatarlo, las mujeres llegaron tarde al cine, excepto para interpretar un papel encantado y misterioso en el mismo orden que las excluye. 

En efecto, las estrellas de cine y las divas son, en tanto existen por una mirada (masculina) que las constituye, piezas simbólicas de una práctica discursiva específica de la que el cine es partícipe. Así, la invención de una mujer todopoderosa, maldita, bella, calculadora, potencialmente asesina, capaz de robarle al hombre su propio poder, hembra sutilmente castradora y fatídicamente seductora, criatura del llamado sexo débil, ahora devenida en insolente y transgresora respecto del orden simbólico de los hombres y las leyes secretas y expuestas que los favorecen, en el cine tiene un nombre. Personaje conceptual reconocible y altamente codificado, la femme fatale alcanza su perfeccionamiento modélico en el film noir del cine clásico norteamericano, aunque existen variaciones reconocibles en otras cinematografías. ¿No es ya la heroína angelical de Metrópolis (1927), de Fritz Lang, transmutada en demonio voluptuoso, aunque sea por un doble cibernético, una mujer fatal primitiva y seminal?


Rebecca Romijn Stamos
La última revisión explícita de este personaje conceptual le corresponde a Brian De Palma. Su Mujer fatal (2002) tiene un inicio preciso: la perra en cuestión, Laure Ash, interpretada por la bellísima Rebecca Romijn Stamos, mira una película mientras espera para hacerse pasar por una fotógrafa y robar unas joyas en el contexto del festival de Cannes. La elección de Brian De Palma aquí es doblemente pertinente. El cine es un régimen patriarcal planetario: los hombres dominan por doquier y en todos los puntos estratégicos de un sistema piramidal. 

Por un lado está Hollywood, en el que las mujeres ocupan sus lugares y llevan adelante sus roles inconfundibles, casi sempiternos: novias, madres, heroínas ocasionales y, también, mujeres fatales. Por el otro lado está el cine culto, el que celebra el festival de Cannes; allí las mujeres pueden subvertir a medias la posición obligatoria que les depara la “naturaleza”. La máxima transgresión, al menos su paradigma, podría ser el de Bella de día (1967), de Luis Buñuel.

De Palma unifica ambos polos como si se tratara de un mismo mundo. Es por eso que Laure está mirando un clásico del cine negro hollywoodense, una película clave para examinar la figura de la mujer fatal: Perdición (1944), de Billy Wilder, coescrita con Raymond Chandler.

En el inicio del film de Wilder se introduce un mundo sombrío y las coordenadas simbólicas de un cuento crepuscular: un automóvil atraviesa a gran velocidad una ciudad en plena noche. El protagonista, un vendedor de seguros, Walter (Fred MacMurray), llega herido al edificio de su compañía. Algo terrible ha sucedido. Grabará una confesión, y su testimonio será la reconstrucción de lo sucedido y el relato que veremos. Entre otras cosas, afirmará: “No conseguí el dinero y tampoco me quedé con la mujer”.

El dinero no es un tema menor en el universo de las mujeres fatales, pues define, posiciona y distribuye el poder en todas sus variantes.   (...)  Wilder, y mucho más aún De Palma, en su relectura onírica y lúdica, establecen el problema constitutivo de la mujer fatal. Las acciones indican cierto poder de la mujer, pero, en última instancia, se trata de un vampirismo inocuo, pues, más allá del destino del hombre en cuestión, que puede llegar a perder su propia vida y su estatus, las yeguas indomables, frente al orden patriarcal del que parecen sustraerse, son funcionales y consustanciales a él, la cuota necesaria de contradicción y rebeldía de un sistema simbólico que necesita perpetuarse.

En otros términos, la mujer fatal es siempre mucho más una fantasía masculina característica de un patriarcado, hoy pop y transgresor, que la liberación ficcional de la mujer del sistema simbólico que la somete a devenir en madre o madonna. 

Es precisamente allí donde se puede detectar la falsa desobediencia del personaje central de La chica del dragón tatuado (2011), de David Fincher, la nueva adaptación hollywoodense del libro de Stieg Larrson, Los hombres que odian a las mujeres. ¿No es Lisbeth la mujer fatal ideal de nuestro tiempo? Marginal, lésbica, hacker, delgada, tatuada, una heroína sensible, que se enfrenta discretamente al orden patriarcal, capaz no obstante de quemar a su padre y darle sin piedad a un hombre que la violó, pero también dispuesta a “normalizar” su sentimiento y sus elecciones sexuales, al menos cuando Blomkvist, el periodista interpretado por Daniel Craig, el 007 ultramasculino pero también por primera vez vulnerable, demuestre un interés que va más allá de la investigación que los reúne.

Noomi Rapace

Es que la mujer fatal, como cierta concepción del feminismo, es una operación mimética en donde el hombre y la mujer se igualan a imagen y semejanza del macho, a ese dogmatismo de la fuerza. Es lógico entonces que Hollywood le haya otorgado el primer Oscar a una directora como Kathryn Bigelow, cuyo film sobre la invasión a Irak, Vivir al límite (2008), no sólo privatizaba su crítica al focalizarse sobre la alteración psíquica de un batallón como un extraño método de significar la existencia de los combatientes, sino que dejaba sin esclarecer su posición frente al “enemigo”. Bigelow, una suerte de mujer fatal detrás de cámara, siempre ha filmado a los hombres como un hombre. Punto límite (1991), K-19: The Widowmaker (2002) y Vivir al límite así lo confirman.

Si se trata de pensar un cine en el que la mujer abandone su posición fatal de mujer fatal, un cine que esté dispuesto a disputar el orden patriarcal y su lenguaje cinematográfico, habrá que esperar. En la apoteosis y por exceso, Virginie Despentes y Coralie en Fóllame (2000) trastocaron el orden patriarcal en su intolerable versión punk de Thelma y Louise, en donde dos mujeres se entregan a una matanza colosal sin reparar en la cuestión de los sexos. Sus comportamientos son el reverso exacto de todo lo que se espera de las mujeres. Allí, la violencia es ilimitada, incivilizada, un fin nihilista de la madre y el inicio caótico de un monstruo que ningún código patriarcal puede absorber. 
En un registro no muy distinto y tal vez en sintonía, Sangre caníbal (2001), de Claire Denis, un filme sobre canibalismo, exhibe el mismo tipo de violencia desmedida.  Pero es en las geniales Bella tarea (1999) y Material blanco (2009) donde el colonialismo y el patriarcado quedan desnudos y al mismo tiempo despunta un camino para el cine en el que la mujer doblega su lugar fatal en el orden del discurso de los hombres.



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