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Ava Gardner |
Basta
tomarse un poco de tiempo para consultar un diccionario o una buena historia
del cine para verificar que el cine ha sido desde sus inicios una cosa de
machos. El sillón del director dice Spielberg, Fellini, Eastwood, Hawks, Ford.
La mujer es lo que falta, la ausencia, la anomalía. Para filmar, se creía,
había que ser hombre, ya que una cámara penetra el mundo, y ese verbo viril es,
aparentemente, propiedad y soberanía de los hombres.
Como
en otras disciplinas, y allí está casi toda la historia oficial de la filosofía
para constatarlo, las mujeres llegaron tarde al cine, excepto para interpretar
un papel encantado y misterioso en el mismo orden que las excluye.
En
efecto, las estrellas de cine y las divas son, en tanto existen por una mirada
(masculina) que las constituye, piezas simbólicas de una práctica discursiva
específica de la que el cine es partícipe. Así, la invención de una mujer
todopoderosa, maldita, bella, calculadora, potencialmente asesina, capaz de
robarle al hombre su propio poder, hembra sutilmente castradora y fatídicamente
seductora, criatura del llamado sexo débil, ahora devenida en insolente y
transgresora respecto del orden simbólico de los hombres y las leyes secretas y
expuestas que los favorecen, en el cine tiene un nombre. Personaje conceptual
reconocible y altamente codificado, la femme fatale alcanza su
perfeccionamiento modélico en el film noir del cine clásico
norteamericano, aunque existen variaciones reconocibles en otras
cinematografías. ¿No es ya la heroína angelical de Metrópolis (1927), de
Fritz Lang, transmutada en demonio voluptuoso, aunque sea por un doble
cibernético, una mujer fatal primitiva y seminal?
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Rebecca Romijn Stamos |
La
última revisión explícita de este personaje conceptual le corresponde a Brian
De Palma. Su Mujer fatal (2002) tiene un inicio preciso: la perra en
cuestión, Laure Ash, interpretada por la bellísima Rebecca Romijn Stamos, mira
una película mientras espera para hacerse pasar por una fotógrafa y robar unas
joyas en el contexto del festival de Cannes. La elección de Brian De Palma aquí
es doblemente pertinente. El cine es un régimen patriarcal planetario: los
hombres dominan por doquier y en todos los puntos estratégicos de un sistema
piramidal.
Por
un lado está Hollywood, en el que las mujeres ocupan sus lugares y llevan
adelante sus roles inconfundibles, casi sempiternos: novias, madres, heroínas
ocasionales y, también, mujeres fatales. Por el otro lado está el cine culto,
el que celebra el festival de Cannes; allí las mujeres pueden subvertir a
medias la posición obligatoria que les depara la “naturaleza”. La máxima
transgresión, al menos su paradigma, podría ser el de Bella de día
(1967), de Luis Buñuel.
De
Palma unifica ambos polos como si se tratara de un mismo mundo. Es por eso que
Laure está mirando un clásico del cine negro hollywoodense, una película clave
para examinar la figura de la mujer fatal: Perdición (1944), de Billy
Wilder, coescrita con Raymond Chandler.
En
el inicio del film de Wilder se introduce un mundo sombrío y las coordenadas
simbólicas de un cuento crepuscular: un automóvil atraviesa a gran velocidad
una ciudad en plena noche. El protagonista, un vendedor de seguros, Walter
(Fred MacMurray), llega herido al edificio de su compañía. Algo terrible ha
sucedido. Grabará una confesión, y su testimonio será la reconstrucción de lo
sucedido y el relato que veremos. Entre otras cosas, afirmará: “No conseguí el
dinero y tampoco me quedé con la mujer”.
El
dinero no es un tema menor en el universo de las mujeres fatales, pues define, posiciona
y distribuye el poder en todas sus variantes. (...) Wilder,
y mucho más aún De Palma, en su relectura onírica y lúdica, establecen el
problema constitutivo de la mujer fatal. Las acciones indican cierto poder de
la mujer, pero, en última instancia, se trata de un vampirismo inocuo, pues,
más allá del destino del hombre en cuestión, que puede llegar a perder su
propia vida y su estatus, las yeguas indomables, frente al orden patriarcal del
que parecen sustraerse, son funcionales y consustanciales a él, la cuota
necesaria de contradicción y rebeldía de un sistema simbólico que necesita
perpetuarse.
En
otros términos, la mujer fatal es siempre mucho más una fantasía masculina característica
de un patriarcado, hoy pop y transgresor, que la liberación ficcional de la
mujer del sistema simbólico que la somete a devenir en madre o madonna.
Es
precisamente allí donde se puede detectar la falsa desobediencia del personaje
central de La chica del dragón tatuado (2011), de David Fincher, la
nueva adaptación hollywoodense del libro de Stieg Larrson, Los hombres que
odian a las mujeres. ¿No es Lisbeth la mujer fatal ideal de nuestro tiempo?
Marginal, lésbica, hacker, delgada, tatuada, una heroína sensible, que se
enfrenta discretamente al orden patriarcal, capaz no obstante de quemar a su
padre y darle sin piedad a un hombre que la violó, pero también dispuesta a
“normalizar” su sentimiento y sus elecciones sexuales, al menos cuando Blomkvist,
el periodista interpretado por Daniel Craig, el 007 ultramasculino pero también
por primera vez vulnerable, demuestre un interés que va más allá de la
investigación que los reúne.
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Noomi Rapace |
Es
que la mujer fatal, como cierta concepción del feminismo, es una operación
mimética en donde el hombre y la mujer se igualan a imagen y semejanza del
macho, a ese dogmatismo de la fuerza. Es lógico entonces que Hollywood le haya
otorgado el primer Oscar a una directora como Kathryn Bigelow, cuyo film sobre
la invasión a Irak, Vivir al límite (2008), no sólo privatizaba su
crítica al focalizarse sobre la alteración psíquica de un batallón como un
extraño método de significar la existencia de los combatientes, sino que dejaba
sin esclarecer su posición frente al “enemigo”. Bigelow, una suerte de mujer
fatal detrás de cámara, siempre ha filmado a los hombres como un hombre. Punto
límite (1991), K-19: The Widowmaker (2002) y Vivir al límite
así lo confirman.
Si
se trata de pensar un cine en el que la mujer abandone su posición fatal de
mujer fatal, un cine que esté dispuesto a disputar el orden patriarcal y su
lenguaje cinematográfico, habrá que esperar. En la apoteosis y por exceso,
Virginie Despentes y Coralie en Fóllame (2000) trastocaron el orden
patriarcal en su intolerable versión punk de Thelma y Louise, en donde
dos mujeres se entregan a una matanza colosal sin reparar en la cuestión de los
sexos. Sus comportamientos son el reverso exacto de todo lo que se espera de
las mujeres. Allí, la violencia es ilimitada, incivilizada, un fin nihilista de
la madre y el inicio caótico de un monstruo que ningún código patriarcal puede
absorber.
En un registro no muy distinto y tal vez en sintonía, Sangre
caníbal (2001), de Claire Denis, un filme sobre canibalismo, exhibe el
mismo tipo de violencia desmedida. Pero es en las geniales Bella tarea
(1999) y Material blanco (2009) donde el colonialismo y el patriarcado
quedan desnudos y al mismo tiempo despunta un camino para el cine en el que la
mujer doblega su lugar fatal en el orden del discurso de los hombres.