lunes, 14 de junio de 2010

Le Plaisir (1952)





Cuando se degusta una película de Max Ophuls uno tiene la sensación de asistir a un espectáculo de elegancia cinematográfica sin precedentes, casi apabullante, de vivir en primera persona un drama en movimiento que crece y crece hasta volverse real. Ophuls filma la vida en movimiento, o mejor aún, filma el movimiento de la vida con un naturalismo y una agilidad como pocos lo han conseguido. La puesta en escena, planificada como un baile de salón, y el control exhaustivo de los elementos espaciales, hacen del cine de este director alemán una verdadera delicia para los sentidos. La cámara de Ophuls camina por la escena como un personaje más, progresa en la trama paso a paso, giro a giro, y representa el espacio con una nitidez minuciosa, describiendo sinuosos movimientos por los decorados de cada película (véase el soberbio plano secuencia que sigue a madame Terrier por toda la mansión en Le plaisir).

En las películas de Ophuls se puede apreciar claramente una serie de rasgos temáticos y formales que impregnan toda su filmografía. Destacan en sus obras lúcidas reflexiones sobre el misterio del amor y sus consecuencias, dramas salpicados de sutiles ironías y sobre todo, un naturalismo poético heredado de las grandes corrientes literarias de finales del siglo XIX, que le han llevado a explorar el universo femenino como pocos. Para ilustrar este mundo tan personal, Ophuls recurre a un estilo barroco y preciosista, pero siempre cercano y accesible para el receptor.

No es de extrañar que en 1952, Ophuls llevara a la pantalla a ese gran naturalista y maestro del relato breve francés decimonónico que es Guy de Maupassant. Los puntos en común entre estos dos artistas son evidentes: Maupassant describe el entorno y los personajes con una cercanía innata, con una familiaridad cotidiana, y narra la gran tragedia de la vida describiendo los hechos desde el todo a lo concreto, alzándose sobre la historia con una superioridad casi inmoral, para mostrar una sociedad perdida en su propio desconcierto. Lo mismo ocurre con Ophuls, que narra el conflicto humano desde dentro, desde la vida, sin más artificios que su propia voluntad de ser coherente con la realidad sensitiva.

Maupassant, discípulo de Flaubert, no ha sido adaptado en tantas ocasiones como Shakespeare, Dostoievski, Dickens o Poe; sin embargo, en las escasas transmutaciones de sus obras a la gran pantalla, su esencia ha sido respetada y filtrada con pasión por directores como Visconti, Godard, Wise o Renoir.

En Le plaisir Ophuls adapta tres relatos cortos de Maupassant utilizando el placer como nexo de unión para reflexionar sobre la juventud (La máscara), la pureza (La casa Tellier) y la muerte (La modelo). Una voz en off narra los relatos de Maupassant consiguiendo una perfecta fusión entre literatura y cine, hasta lograr una pieza de enorme poder evocador. En La casa Tellier, por ejemplo, la voz de Maupassant relata: “Esta resplandeciente carreta de mujeres que huía bajo el sol…”. Cuando vemos la imagen de una carreta de mujeres alejándose por la campiña Normanda, Ophuls crea una de las transposiciones más sencillas y bellas de la historia del cine.

Maupassant y Ophuls se reúnen en esta excelente película con la intención de relatar cómo la bondad, el deseo, la arrogancia, el amor y el desamor forman parte por igual del ser humano. Con la intención de crear una pieza capaz de emocionarnos gracias a una familia de prostitutas de buen corazón, o por otro lado, de inquietarnos con la historia de un anciano que cubre su rostro con una máscara de cera para pasar por un joven de aspecto lozano. Y es que a fin de cuentas eso es el naturalismo, contar lo que sucede alrededor y dotarlo de veracidad, crear la épica, demostrar que los seres humanos somos fascinantes y que la realidad supera siempre la ficción.

Enhorabuena a quien sea, por rescatar esta pieza perdida durante mucho tiempo, mordaz como una melodía de Satie y dulce como el beso de una amante.


_Darius Somerset_


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