Las paredes de la casa crepitaron al unísono, con uno de esos sonidos inmateriales que forman parte del recital habitual propio de las construcciones de madera con decenios a sus espaldas. Generalmente los pilares solo se resienten en los días tormentosos, esos días en los que el viento del norte golpea la costa con súbita terquedad, cuando la espuma del océano sortea el acantilado y perfuma con su obsceno salitre la estancia en la que me encuentro. Pero hoy no es una de esas noches de invierno sino una de esas noches de verano, en las que la calma chicha adormece los corazones y los grillos cantan hasta bien entrada la madrugada.
Sin embargo esa noche era distinta y dentro de esa calma se ocultaba una sorpresa malsana. Alguien había alterado la delicada estructura de la casa al pisar en el suelo abovedado del pasillo. Haciendo de tripas corazón, alcé la voz y pregunte quien va, sin obtener respuesta. El silencio era ahora más intenso e irreal pues yo sabía con toda seguridad que no estaba solo, por lo tanto, el silencio era forzado, artificial. Agarré el atizador de la chimenea y blandiéndolo como una espada interrumpí la aparente calma del paraje con un grito más desaforado, si cabe, que el primero. Entonces esa presencia, aprovechando mi emergente subida de tono, posó su hasta ahora pie ausente en el suelo. La casa crepitó de nuevo y yo, sentado frente al escritorio, no podía hacer otra cosa que enjugarme el sudor de la frente y afrontar que indefectiblemente alguien detrás de la puerta de mi habitación se mantenía expectante ante mis movimientos de oruga.
Tras una pausa que duró tanto como una noche sin luna, el intruso tomo la iniciativa con otro paso y después con otro, y otro. Se dirigía a mi encuentro. Un torrente de sensaciones rodeó mi voluntad paralizando por completo mis articulaciones. No sabia como actuar, el miedo se había echo fuerte en mi interior, ni siquiera sabía como utilizar, en caso de trifulca, el condenado atizador. Me sentía tan acorralado que ni siquiera me había levantado de la silla. Otro paso y otro. Seguro que apenas tres pasos le separaban de mi persona. Sin duda ese inesperado inquilino se había echo con el control de la situación. Esa ya no era mi casa sino la suya, el marcaba la pauta a seguir y únicamente de el dependería nuestro encuentro. Otro paso y otro, hasta que se hizo el silencio absoluto y al fin supuse que ya se encontraba en el umbral de mi puerta. Decidí entonces levantarme y acercarme tímidamente a su encuentro. Ahora eran mis huesos los que crepitaban al unísono, soy un hombre mayor y mis articulaciones ya no son lo que eran. Con todo, si ese condenado se había propuesto acabar con mi vida puedo asegurar que no me encontrará postrado en un sillón sin la menor oportunidad de defenderme, en otras palabras, si esa era mi última noche entre los mortales, lo mejor sería morir matando.
La puerta crujió cuando los goznes desengrasados giraron sobre si mismos y una figura sombría, levemente iluminada por la lámpara de queroseno de la habitación, penetró en la estancia con el mayor sigilo.
Alcé entonces el atizador, dispuesto a hacer frente a esa figura irreconocible con energía, dispuesto a acabar de una vez con todas con semejante sin vivir. Cuando de repente, una voz misteriosamente familiar emergió de aquella sombra impalpable y dirigiéndose a mi persona habló con la mas absoluta resignación.
_¿Que hace con eso en la mano padre? Anda, tómese la medicina y regrese a la cama, se acabó de escribir novelas de misterio por hoy_.
Extraído de “La tensión aparente en el guión literario” por David Rodríguez Muñiz (2010)
Ahhh, y que habrá en la medicina, solo... medicina...?
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