miércoles, 12 de mayo de 2010

La Cinta Blanca (2009)


¿NACEMOS O NOS HACEMOS?
Etxegain: Valoración 8/10

Nos encontramos en el año 1914, es decir, justo al comienzo de la Primera Guerra Mundial, en un pueblo del norte de Alemania donde domina la religión protestante. Unos acontecimientos que parecen obedecer a rituales de castigo se están produciendo en el pueblo. Esto obliga a todos los miembros del pueblo a tener que adaptarse a la nueva realidad, pero ¿Por qué? ¿Quién es el culpable?

Hace tiempo que esperaba ver esta adaptación de la novela de Von Horvath, considerado uno de los autores más críticos de todos los tiempos. Peter Handke alabó “su desconcierto y su nada estilizado sentimentalismo y esas frases trastornadas, que muestran los brincos y contradicciones, algo que solo podemos encontrar en Chejov o en Shakespeare". No pude evitar respirar de alivio cuando supe que el encargado de trasladar las dificultades que atraviesa un maestro que intenta educar a sus alumnos en el respeto y el conocimiento sería Michael Haneke, ya que si alguien puede adaptar una novela tan compleja es sin duda alguna el director austriaco. A los admiradores acérrimos, entre los que me encuentro (si exceptuamos El tiempo del lobo, su mundo puede ser críptico y oscuro y eso no casa bien) nos gusta su capacidad para dejarte tocado. Levantarse del sillón después de ver uno de sus filmes y pasar a otra cosa no es tarea fácil. Sus películas te enfrentan a un mundo obsesivamente turbio, habitado por una violencia transparente y subterránea indistintamente. Esto implica que el virginal espectador de Haneke puede acabar con el estomago y el cerebro revueltos, consciente de haber vivido una experiencia ingrata e hipnótica a la vez. En la magistral La cinta blanca su estilo logra terrorífica armonía con sus obsesiones, sin perder su particular carácter se hace accesible para sus desconocidos y logra que sus conocidos sigamos disfrutando de su genio.

El narrador es un anciano que evoca viejas y no resueltas atrocidades que ocurrieron en un pueblo luterano de Alemania en la víspera de la Primera Guerra Mundial donde era un joven maestro de escuela. La fotografía es en blanco y negro y no de forma caprichosa. El blanco representa la pureza, la inocencia, la que exigen padres inflexibles que no dudan en utilizar el látigo o la biblia para imponer sus criterios a los suyos. Poco a poco comprobamos que casi todo es negro, que la luz nos ciega y no nos permite ser conscientes de la podredumbre moral, las imposiciones ciegas de la fuerza y como el imperio del miedo hace que sus víctimas asuman aparentemente sádicos y devastadores comportamientos.


Haneke retrata y disecciona este ambiente tenebroso como suele operar un cirujano: con precisión, sin sentimiento y distanciándose de las relaciones psíquicas y físicas brutales que tienen los adultos entre ellos. La apatía, la brutalidad, la mentira y la venganza son el alimento de estos niños. Estamos acostumbrados, aunque no es la mejor forma de expresarlo, a ver las consecuencias de la violencia pero resulta estremecedor ver cuáles son los resultados de ser testigos silenciosos. En este caso los niños, los futuros cachorros del nazismo. Ya se encargaron sus adultos de prepararlos para adorar al nuevo Mesías ¿Cómo no iba alcanzar el poder Hitler? Y lo cerca que podemos estar de un nuevo monstruo si no tomamos buena nota de los que nos cuenta esta película.

El ritmo es agobiante, lento, aunque jamás aburrido, y no permite desentenderte de la película. Te agobia mucho más el catálogo de barbaridades que hace presagiar el viaje de la cámara: llegadas a puertas cerradas y elipsis que explican lo que va a ocurrir o creemos que ocurrirá. El infierno en La cinta blanca no está descrito con naturalismo, se agazapa detrás de una apacible cotidianidad. Se encuentra en el oficio religioso, en las reuniones familiares, en la fiesta de la cosecha, en demostrar que en el orden y en la incuestionable autoridad paternal, es decir, en la rigidez está el principal baluarte del orden.

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